15 de junio de 2010

Escape hacia el olvido

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Artículo principal - Edición No. 296 - Junio de 2010


Luis Fernando Mata Araya

Nací en Escazú, a 50 metros de la Iglesia Católica y desde niño sentía afición por las leyendas, por esas historias que circulan de boca en boca; pero que nadie sabe de su autenticidad.

Mi abuela, Laura Brenes Angulo, un personaje del pueblo a quien llamaban Lula —y quien murió en 1994 de 86 años— se dedicaba a poner inyecciones a los enfermos y así, entre visita y visita, ella se enteraba de hechos y situaciones que después nos compartía, en ocasión de alguna reunión familiar.

A una de esas leyendas, salida de la boca de mi abuela, la he llamado Escape hacia el olvido, es la historia de una joven veinteañera, maestra de profesión y que trabajó atendiendo los primeros grados allá, a mediados de los años 30 en la Escuela República de Venezuela.

Bueno, dejémonos de palabras y aquí les va la historia, así como me la contaron, así yo se las cuento:

La llamaban la Niña Finita y era parte de una respetable familia, de las más tradicionales y adineradas del pueblo. Vivía cerca de la escuela y tanto los niños como las familias enteras la adoraban por ser muy alegre, paciente y simpática.

Eran tiempos en que muchos pequeños llegaban descalzos a las aulas, con los cuadernitos y el silabario dentro de saquitos de manta. Se escribía con lápiz y casquillo, porque no existían los bolígrafos.

La joven maestra se había ganado el corazón de todos porque, aparte de su temperamento dulce y jovial, se preocupaba por comprar con sus propios recursos los cuadernos y libros de los niños más pobres.

En los fines de semana, cuando no estaba trabajando, la Niña Finita cuidaba de las muchas plantas que había en el jardín de su casa, de las violetas, anturios, begonias y guarias y también de los helechos, que colgaban del enorme corredor de la casa solariega de sus padres.

Su habitación tenía un pequeño y coqueto balconcito de madera pintada de azul índigo y blanco, al igual que el resto de la imponente residencia colonial.

Lo que se sabe y aún recuerdan algunos de los ancianos del pueblo, es que la casa de la Niña Finita, por su ubicación y diseño, era la preferida de los políticos de entonces para ofrecer sus proclamas.

Un día, nadie sabe de dónde, apareció en Escazú un joven muy apuesto, alto, elegante, de piel bronceada y una sonrisa que muy pronto cautivó a las jovencitas del cantón.

El extraño personaje no tardó en hacerse notar, paseando despreocupadamente por las empedradas calles, montado en caballos finos y briosos.

Algunos decían que era un maestro de primaria, otros que era pariente del director de la escuela, otros que era un rico extranjero, que venía a comprar tierras y establecerse aquí.

Lo cierto es que el joven empezó a destacar en los turnos y fiestas, durante las llamadas carreras de cintas.

Con un punzón de madera especial, semejante a la empuñadura de un picahielo de los actuales, el desconocido competía en las carreras y derrotaba con facilidad a los más hábiles jinetes.

Una tarde de sábado, mientras la Niña Finita se asomaba al balcón de su cuarto, sus ojos color miel se cruzaron con los de acero de aquel desconocido, y algo ocurrió en el corazón de ambos, como un destello que iluminó el rostro de la joven maestra, quien a partir de entonces jamás sería la misma.

La historia aún no nos aclara quien fue el responsable del acercamiento; pero por las costumbres de la época, suponemos que el ilustre desconocido fue quien tomó la iniciativa.

Ambos, la Niña Finita y el extraño entablaron una estrecha amistad que empezó a generar preocupación en la familia de la muchacha, muy religiosa, conservadora de los formalismos y tradiciones en boga.

Por aquellos días se acostumbraba que el pretendiente, muy bien trajeado, visitara a su prometida en su casa, que diera la cara ante el padre de la familia, manifestando con transparencia sus intenciones y al final, el aspirante a novio pedía “la entrada” o bien “la mano” de la muchacha.

Pero aquel desconocido insistía en cortejar a la joven de una manera un tanto informal, lejos del control y vigilancia familiar, aprovechando la salida, entrada y los recreos de la muchacha en su trabajo en las aulas.

Poco a poco, y pese a sus protestas, la familia de la Niña Finita empezó a cuidar aún más de ella, siempre alguno de sus hermanos o quizá la madre se turnaban para acompañarla al trabajo, o bien la iban a topar.

Todos en la casa empezaron a manifestarle su desacuerdo, con esa relación tan poco formal e impropia de un hombre con buenas intenciones. La familia entera se unió para hacer “entrar en razón” a la muchacha.

Cuenta la leyenda que una noche de luna llena, después de las fiestas de San Miguel, se abrieron las pequeñas y delicadas puertas de madera que daban al balcón de la residencia de la Niña Finita.

Unos pocos trasnochados, de los que pasaban por ahí a esas horas, observaron a la joven maestra asomarse a su balcón, más hermosa y sonriente que nunca, enfundada en un vestido largo, blanco, como de novia. Parecía esperar o aguardar a alguien.

De repente, y como salido de la nada, se escuchó el relincho de un caballo que pasó a todo galope, alejándose velozmente, en tanto que atrás quedaba aquel balconcito de madera, con las puertas abiertas, vacío.

Desde entonces nadie jamás volvió a saber nada de la Niña Finita. Sus familiares, que a no dudarlo sufrieron un gran golpe, por lo sorpresivo de la huída, decidieron no hacer comentarios y el asunto se convirtió en secreto de familia, hasta la fecha.

Existen muchas conjeturas y versiones acerca del paradero de la joven maestra. Allegados a la familia afirman que esta historia no tuvo un final feliz, porque la muchacha fue llevada a otra nación, allí sufrió el llamado “mal de patria” y enfermó, muriendo de una mortal gripe a la edad de 25 años, aún no se sabe exactamente si en México o Colombia.

Cada vez que camino por el centro de Escazú, observo con cuidado las viejas casas de adobe, buscando alguna que tenga ese balconcito de madera de roble, cuyas puertas de acceso, según la leyenda, se mantienen por siempre cerradas como mudo testigo de esa historia de amor, cuyos hechos en detalle quizá nunca se sepan.




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